miércoles, 27 de octubre de 2010

Entre tumultos y petroleo. 1ª Parte

—¡No mano, debiste ver! —exclamó en tono entusiasta y condescendiente mientras se empinaba la cerveza. Su voz, rasposa y vil como siempre, volvió a tocar esa membrana hipersensible de su cerebro que captaba toda clase de estímulos desagradables—. Debiste ver… —murmuró, y el sonido seco y arenoso de su pronunciación coincidió con la gélida brisa nocturna que se abalanzaba inesperadamente sobre sus espaldas, agitándole a ambos sus cabellos. Antonio se inclinó pesadamente en su asiento para abandonar la botella vacía en el suelo, y le echó una mirada distante. Poco después agregó con gesto grave, casi dramático: “Todo por acá estaba canijo… no había que andarse con pendejadas”. Ambos entornaron la mirada hacia aquel extraño tapiz de luces dispersas que se perdía a la distancia.
                Allá en la lejanía, la noche cerrada y sin estrellas se precipitaba voraz sobre los gigantescos quemadores de gas. Desde esa perspectiva noroccidental se alcanzaba a ver, desgastado y viejo, el extenso complejo petrolero gracias al cual la ciudad había podido existir. Dominando el panorama, y alzándose considerablemente por encima de la incierta línea horizontal de edificios y torres de destilación, florecía implantado el quemador de excedentes de extracción, cuya incandescencia parecía ser el punto principal de coincidencia y apotema extático de los destinos centrífugos de la ciudad. Por arriba de las luces, las nubes se incendiaban.
                Antonio tenía razón. Él sólo retenía visiones dispersas y someras sobre ese lugar. Pocas veces iba, y cuando lo hacía, era por el carácter ineludible de los compromisos familiares. Aquella misma casa heredada no era otra cosa que un simple referente casual, al igual que, por ejemplo, toda esa gama profusa e inconfundible de aromas fétidos, bochornosos, que abrumaban al visitante dos o tres kilómetros antes de llegar al umbral del municipio, y que se extendía hasta el callejón más alejado del epicentro de la ciudad. Ese tipo de aspectos circunstanciales eran en su pensamiento una infinidad de sensaciones convergentes que apuntaban equívocamente hacia una idea vacía, un caparazón sin contenido. Confusamente, alguna vez había pensado —no sin ingenuidad—, que su variado ramillete de percepciones recolectadas en sus forzadas visitas integraban objetivamente todo lo que debía conocer sobre la ciudad, no porque el característico sonido del silbato petrolero que anunciaba la salida de los obreros, o el sentido y dirección de las avenidas centrales conformaran tácitamente la totalidad de  cosas que se podían llegar a saber sobre ella, sino que, por obra de ese pragmatismo mediocre alojado en la motilidad principal de sus acciones, creía que la única importancia y finalidad de las cosas se posaba falazmente en sus vacuos aspectos utilitarios. El carácter obligatorio de todas las visitas que había hecho a través de los años, y el consecuente desden que sentía por su ciudad natal, encontraban ahora su origen pueril y desdichado: al parecer, era un completo ignorante de lo que sucedía o había sucedido en esa ciudad. Lo supo cuando, tras breves momentos de conmoción, dirigió su mirada hacia Antonio. Éste mantenía fija la vista en la constelación irregular de resplandores rojizos, dando la impresión de que observaba algo distinto, oculto tras la rigidez autoritaria de los edificios, como si, bajo la granulada superficie de asfalto se encontrara una subestancia real y culminante, hallada en esa rendija entre la tierra y el mundo construido por los hombres. Una capa elástica y desplegable, adhesiva, que mantenía todo en comunión y unido por la gracia de una amalgama epidérmica que ajustaba tan bien en las lomas y los árboles de la región como en los semblantes broncíneos del monumento a los honorables trabajadores de la sección treinta y cinco de extracción, muertos hacía cuarenta y tantos años tras la explosión del gaseoducto diez y nueve. Toda esa taxidermia inadvertida por las miradas poco avizoras era el suelo firme sobre el que los oriundos construían sus existencias sin sospecharlo. Esa segunda naturaleza, enconada y subrepticia, permanecía escondida en los rasgos más evidentes y simbólicos del dinamismo cotidiano, pronta a hacerse visible a todo aquel que quisiera verla y meditarla…, o recordarla. Precisamente Antonio encontrábase en uno de esos instantes íntimos de reconcentración nostálgica, para la cual poseía una perspectiva por demás privilegiada.
                Con sesenta y un años encima, siendo tres años mayor que la placa conmemorativa de la fundación del H. Ayuntamiento, y habiendo vivido los primeros treinta en uno de los barrios adyacentes al complejo petrolero, Antonio parecía estar en las circunstancias adecuadas para entrever esa zona inédita, aunque quizás sólo parcialmente. Pues en su remozada visión, el ligero vislumbre de novedosos pero antiquísimos órdenes espontáneamente aglomerados, asediaba con severidad su concepción malformada y terca, obtusa, típica de la vida en esa ciudad, y que ahora, además de explicar algo que en su conciencia nunca había necesitado explicación, construía y validaba una nueva certeza capaz de remodelar el paisaje ante sus ojos.
                No muy lejos de la casa, a tres o cuatro calles de distancia, se localizaba la plaza cívica con su moderno armatoste rojiblanco de tridilosa todavía en construcción. Sustituía la mitad del antiguo zócalo de la ciudad donde la gente solía abigarrarse los fines de semana para la compra y venta de enceres y golosinas baratas. Derribado también por efecto de la renovación política, y cuya ausencia plañidera cercenaba gran parte de la memoria reciente de la región, dejando en su lugar una laguna oscura e insondable en los escasos pero distintivos recuerdos colectivos, el obelisco del monumento a la Madre, ahumado por los intensos decenios de constante circulación de camiones y pipas a su alrededor, en cuyo palastro generalmente se recostaba —le contaba Antonio— las tardes en que de joven, después de pasarse la tarde entera vagabundeando en busca de algún negocio que le afianzara los pocos tostones que, en caso de ser obtenidos barriendo o chapeando jardincillos, o chingándole las monedas a los menesterosos regados en el centro (porque si algo nunca faltaba en esa ciudad eran los menesterosos), iban indudablemente a parar a las manos del aguardentero. Precisamente ahí había estado, guareciéndose del sol bajo la sombra del alargado monolito, cuando la chicharra de los obreros sonó, según el informe del periódico local, a las cuatro con veintisiete minutos del día 22 de Abril de 1964, anunciando la fuga presurizada de gas LP, anticipándose tan sólo ocho minutos a la inminente explosión del famoso gaseoducto, tocándole presenciar la estampida confundida de marchantas y obreros huyendo atropelladamente del complejo petroquímico. También en ese lugar conoció, en el 66 o 67, al gandaya del Mazacuate, un matasiete que hasta hacia poco tiempo atendía —ya completamente reformado por la santísima mano del Señor, nuestro Creador— una minúscula tienda de abarrotes, y que por aquella época andaba prófugo de alguna ranchería. Junto a su sinodal en delincuencia y otros ocho cabrones desempleados, habían hecho a la Francisco Villa la colonia más peligrosa de la ciudad, fama que aún persistía en la memoria de la gente quincuagenaria. Habían madreado a cuanto cristiano se les puso en frente, cobraban derecho de piso a las golfas y se ajusticiaban a los rivales de otros asentaderos. Pocas veces dejaron vivos a los enemigos que irrumpieron en su territorio. Incluso en alguna ocasión, el Mazacuate y dos más, habían ejecutado a un estudiante pendejillo (—Así como tú, muy parecido a ti —le dijo Antonio con cierta risita escabrosa a la que le daba, para desgracia suya, total crédito), abriéndole la cabeza con una piedra de río rechoncha, nomás porque no había pagado cinco pesos que debía de comidas fiadas a la madre del Firulaiz, uno de nuestros camaradas, y dueña de una pequeña fondita mugrosa. Entre sus hazañas perdurables se contaba —aunque no se supo bien cómo estuvo el asunto, entre tanto balazo que tronó ese día— la muerte de Don Machete, aquel jijo de su chingada madre viejo duro de matar, que con su bandita reducida de cuatreros se le había puesto al brinco a las compañías petroleras gringas, allá casi por los años de la revolución.
Sin embargo, mucho antes de sus gloriosos años de sayón, siendo aún un mozalbete collón y desgañitado, ayudaba a su padre en la labor de soldador en la paraestatal de energía desde las ocho de la mañanas hasta casi las tres, arriando de un lugar a otro el soplete y las estopas con los que remendaba las tuberías menores del complejo. Don Macrino y su hijo trabajaban en la zona petrolera por gracia de la casuística. En la época de la Halliburton, durante la instalación de las perforadoras y los extensos gaseoductos, decenas de obreros indígenas habían muerto aplastados por la maquinaria que implantaba las gigantescas estructuras de acero. Al parecer toda gran obra de ingeniería produce también carne molida, y muchos se aprovechaban de ello supliendo las vacantes. Con el cambio de administración en el 38 y 39, los procedimientos de contingencia no habían sufrido trastorno alguno, inclusive la intransigencia conspicua de los funcionarios y burócratas tendía desalentadoramente a agudizarse. En cambio, la estrecha relación entre los obreros, la aparición y crecimiento de organizaciones sociales, y los sindicatos que promovían progresivamente la firma de contratos colectivos, suponían un margen más amplio de operación para los trabajadores desprotegidos y sus hambrientas familias. El increíble respaldo ejercido por las recientes asambleas sindicalistas en la reapropiación efectiva de la industria, significaba también la deficiencia de producción, la desviación descarada de onerosos capitales, la afiliación obligatoria al partido oficial y la imposición de delegados, tesoreros y dirigentes. Don Macrino tenía asegurado el trabajo hasta su muerte, y Toño, el único varón de su estirpe, heredaría automáticamente la plaza, pero su voz y voto quedaban comprometidas para siempre, condición que le importaba realmente poco. Toda su juventud se la había pasado negreando como cargador en los naranjales, anímico y huesudo, esforzándose por salir de la parcela, y cuando lo hizo, lo llevaban contra su voluntad sin saber a dónde chingaos lo arrastraban los rurales jijosdelatisnah. Se encontró de pronto jalando tubos, machacando cera y fibra plástica, regando chapopote por los nuevos caminos de asfalto, colocando durmientes en la “línea del km 54”…
Antonio hizo una expresión de extravío, de estremecimiento catártico, provocada por la revelación sorpresiva de vivencias escotomizadas. Se inclinó de nuevo a tomar la cerveza, pero la botella vacía había rodado por la azotea hasta caer por el borde de la cornisa, y los recipientes acomodados en la caja contenedora reposaban sin líquido. Resolvió simplemente reacomodarse en el asiento, abandonando por un rato su típica actitud burlona, tan natural y genuina que —pensó— podría acusársele de cualquier mezquindad o depravación, pero no de deshonestidad. Sin embargo, en ese momento su mirada tornábase mucho más profunda, añadiéndole dimensiones insólitas a su personalidad.
Recordó que a los 6 o 7 años de edad, cuando pudo acompañarle a los talleres para acarrearle las herramientas, su padre había aprendido muy bien el oficio de soldador y también adquirido una plaza en la paraestatal. Pero quince años antes había trabajado en la conformación de los rieles que partían la región en dos, y Macrino no agotaba los momentos oportunos para contarle historias del km 54. La ruta del tranvía atravesaba la densidad virgen de la selva, y su padre le hablaba de los supuestos rumores que emanaban de los arboles, de los gemidos y tormentos fantasmales surgidos de la maleza turbia en la que los indios se adentraban sólo después de santiguarse repetidas veces y portando sus múltiples amuletos y escapularios. Con frecuencia, a los obreros se les figuraba ver, en el viraje rápido de repentinos vistazos, siluetas humanas atadas a los troncos o pendientes de las ramas, y al centrar la vista en la misma dirección, hallaban el sitio solitario y ensombrecido, con una estela invisible que parecía ensanchar la transparencia del aire en el espacio vacío. Sólo una vez la aparición había sido colectiva: una de las curvas prolongadas, inscritas en el trazo de las vías, había acercado a la veintena de trabajadores de su compañía a la rivera baja de un arroyo cristalino. En ese lugar se agruparon los hombres para comer al medio día y refrescarse en el agua fría y transparente. No obstante, al tercer día de su establecimiento, el comedor se agitó fuertemente por una ventisca turbulenta y enrarecida. Sentados en la alfombra de hojas sueltas y en pequeños bancos de madera, mirando hacia el cause ondulado del arroyo derivado del rio De Los Pescados, todos los obreros levantaron la vista al mismo tiempo, dejando los bocados a medio morder. El primero en percatarse del colgado fue el hombre contiguo al que se sentaba a la diestra de su padre. Su rostro mestizo, como el de todos los presentes, palideció al instante torciendo la boca con una mueca de consternación, como de ratero sorprendido in fraganti. Uno por uno, los comensales fueron cayendo en la cuenta. Frente a ellos, del otro lado de riachuelo, presenciaron el martirio de un pobre condenado amarrado a varios metros de altura entre los árboles, ensangrentado, con las cuatro extremidades dislocadas, estiradas y rígidas en forma de X, y los mecates recios y bien tensados. Todos se quedaron paralizados, confirmándose con la mirada aquella presencia que no podía ser verosímil, pero que indudablemente estaba ahí. El viento levantó tornados de hojarasca seca, y transportó de un lugar a otro entre la selva aledaña el olor a raíces muertas y carne putrefacta. La aparición duró unos cuantos instantes, el tiempo necesario para que todos lo vieran, pero la tención ensombreció los treinta minutos de descanso. Algunos intentaron disimular el espanto continuando con su comida, haciendo gestos de desdén o indiferencia, pero no se produjo ninguna charla ni se hizo referencia al asunto hasta mucho tiempo después, bajo el resguardo alegre de una cantina.

 Hugo Enrique B. M.

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